Aterrizar en el Aeropuerto de Paro, Bután

A nadie le dije durante el vuelo que lo mío con los aviones es un idilio imposible. No hay manera. Es entrar en el aeropuerto y comenzar ese sudor frío en las manos, el temblequeo de las piernas, el pecho como una tribu africana en plena fiesta de Fin de Año…

Pero ya véis, la aventura de viajar resulta siempre mucho más guerrera. Y tanto cuando nuestro próximo destino era Bután, un país especialmente excéntrico e inenarrable si os lo tuviera que describir solo con palabras. Situado en el sur de Asia, en la cordillera del Himalaya, se alza como acurrucado por los gigantescos brazos de India y China.

Ya tendremos tiempo de contaros en otra ocasión algunos de los destinos más curiosos de Bután (que los hay, y muchos), porque ahora lo que venía a deciros es lo que nos ocurrió en el aterrizaje en su Aeropuerto de Paro.

Imaginaros lo que puede sentir todo un experto sobre pánico de aviones y alturas cuando le dicen que apenas hay ocho pilotos en el mundo que están certificados para aterrizar en este aeropuerto. Claro, ni por asomo le hice caso a la chica de la compañía que no paraba de recomendarme que tomara “un asiento en la ventanilla, caballero, un asiento en la ventanilla…” El asiento en la ventanilla se lo da usted a su puñet…

Y es que Bután solo tiene este aeropuerto, por mucho que a mí me hubiese gustado aterrizar en cualquier parte menos en una pista como aquella. El Aeropuerto de Paro está situado a más de dos mil metros de altitud, rodeado de una serie de picos dentados que emergen a cinco mil metros del suelo.

Apenas un estrecho margen de tierra entre montañas y arrozales albergaba una pista en la que antes podía ponerme a sembrar patatas que a aterrizar un avión. Las perspectivas no eran nada halagüeñas, ¿verdad?. Sencillamente, me sudaba hasta el aliento. Las turbulencias de cualquier otro vuelo apenas eran un suave oleaje playero comparado con lo que nos esperaba en el Aeropuerto de Paro.

Una hora antes del aterrizaje, nuestro querido comandante ya nos avisó que, hasta nueva orden, no nos separáramos ni un centímetro de nuestro cinturón. Los pasajeros comenzaron a agolparse en las ventanillas, como el que se dispone a ver tranquilamente desde el sofá de casa “Sonrisas y Lágrimas”.

Era imposible no percatarse de la sombra de aquellas ingentes cumbres que comenzaban a devorarnos. Sus enormes siluetas parecían abrir sus brazos señalándonos la pista de aterrizaje. Allí, allí, nos decían… ¿Pero quién coñ… se mete por allí?…

En esas estábamos cuando los motores del avión dieron, de pronto, un respingo, como si les hubiera dado un arranque de tos, y en apenas unos segundos el aparato se inclinó hacia un lado completamente…

… y luego al frente, y al poco rato hacia el otro lado, y otra vez al frente. La sensación en el estómago, ese no llegarte la camisa al cuello ni los calcetines a los zapatos, ese mar de montañas entrando como un torbellino verde por el cristal de las ventanillas…

Y el silencio de todos los pasajeros. Todos los que en alguna ocasión han aterrizado en el Aeropuerto de Paro, en Bután, saben que es la propia naturaleza la única que en momentos así tiene palabras para describir la aventura.

Casi sin darnos cuenta, el avión tomó tierra. La primera sensación que te golpea el pecho es mirar a través de la ventana, cerciorarte de que, efectivamente, no hemos aterrizado ni sobre el ala ni con las ruedas hacia arriba. Lo siguiente es respirar. Hacía poco más de una hora que no recordaba haberlo hecho.

Foto Vía Rachel Cotteril

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