Atardece en Bujará. La suave calidez del sol comienza a empapar de un poso nostálgico el empedrado de las calles. Los comerciantes del bazar se aprestan a recoger sus tenderetes. Un reguero de estruendoso color que corre y salta sobre las alfombras, sedas, lanas, objetos de cobre, joyas y orfebrería.
Bujará es la quinta ciudad más grande de Uzbekistán, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1993. En su rostro las pequeñas arrugas de más de dos mil años de antigüedad, testigos inertes de una ciudad que fue en su día una de las más grandes y prósperas del Asia Central.
La famosa Ruta de la Seda atravesaba sus riquezas por el corazón de sus calles. Viejo laberinto medieval que se conserva en perfecto estado. Pasear por Bujará es oír el antiguo y trepidante traqueteo de los caballos sobre el empedrado, como el sonido de una locomotora…
Es perderse tras la timidez del sol que se esconde derramado en naranja sobre el blanco de las casas. En Bujará se oyen versos de poetas persas, músicas que embaucan al abrigo del aroma caliente del té, como un paraguas de sensualidad e historia.
El ocaso duerme tras los muros de la tumba de Ismail Samani, un monumento fastuoso de la arquitectura musulmana del siglo X. A veces escapa jugueteando hasta el minarete de Poi-Kalyan, del siglo XI, o entra con sus ojos negros y brillantes en la Mezquita Magoki del siglo XVII.
De día el centro histórico de Bujará es una explosión de algarabía. Desde bien temprano, el bazar abre sus brazos con la sonrisa de los siglos. Los niños corretean por las calles, los árboles gritan sombras sobre el sinuoso laberinto, y el color de las piedras se vuelve intrincado en azulejos en la fachada de la madraza de Nadir Divanbegi.
Viejas y milenarias leyendas cruzan como el suave vuelo de un ave los estanques de Bujará. La Perla del Islam, que en su día contaba con más de 360 mezquitas y 80 madrazas, resume en sus calles el aroma de los siglos.
Foto Vía Pasaporte3
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