Como si del reino de la nada se tratase, surge el Oasis de Siwa, situado a poco más de 700 kilómetros al oeste de El Cairo. Sólo Dios sabe si, la próxima vez que vayamos, está aún más lejos o más cerca. El enorme y extenso palmeral de Siwa aparece solo en el instante en el que se halla preparado para recibir a un nuevo visitante.
Quien pasa por aquí lo hace casi siempre con el rostro perdido, desfigurado por las cuchilladas del desierto. Las arrugas de la nada y el silencio salpican los muros tras los que viven 20.000 bereberes, a los que el tiempo ha maquillado con una pátina de leyenda.
Sentados en las puertas de sus casas, ven pasar cada día el tiempo y la vida subidos en carros de madera o en burros. Poco queda ya de aquella Siwa a la que llegó Alejandro Magno, en su desesperada búsqueda del oráculo más famoso de Egipto. El gran conquistador quiso saber si era descendiente directo del dios Amón Ra.
Los niños de Siwa juegan en las pequeñas pozas del desierto. Aquí no hay calles asfaltadas, sino senderos de mitos y arenas. A veces el silencio se entrecorta bajo el sonido de una lengua extraña. En Siwa las palabras y las costumbres son propias, como un legado de la desolación y el abandono.
Tras las ventanas de las viviendas, las mujeres llevan un profundo velo. Si están casadas, apenas alzarán la vista del suelo. Algunas se atreven a recorrer el largo y tortuoso camino que parece existir desde el fondo de los muros hasta la puerta de la calle. Completamente tapadas, sólo sus ojos parecen formar parte de su cuerpo.
El enorme y extenso palmeral que rodea Siwa parece querer tragarse sus historias y sus leyendas, las viejas palabras de una lengua extraña, el sonido desvencijado de los carros de madera. Allí, enmarañado en el verde, sobre un tabernáculo de rocas, se halla el célebre Oráculo de Siwa.
La vista desde el mismo refleja una Siwa distinta, donde los niños corren y juegan partidos de fútbol. El atardecer se lanza como un tigre sobre la vieja fortaleza medieval de Siwa, construida con sal en el siglo XIII. Una laguna, a la que dicen que venía Cleopatra a bañarse, y el gélido frío que viene correteando la ladera.
La noche cae sobre el desierto y el Oasis de Siwa. El silencio parece derramarse de las estrellas. Mañana Siwa volverá a ser distinta, como cada día, tal vez más lejos, o más cerca, como un oasis de siglos, mitos y leyendas.
Foto Vía Kerdowney